Loquita Nena en: Y todo a media luz
por manueldemagina
El agua se había separado del aceite como resulta de natural en cuanto dejas de remover y ahora, al cabo de la cena, por un lado estaban ellas, hablando de sus cosas, y por otro lado ellos, hablando de las suyas; encuentro anual de la promoción del instituto. Sobre la mesa, en lo físico y en lo conceptual, había fotos colectivas, recuerdos de los viajes de fin de curso, canciones de época y todo ese tipo de caducas mermeladas. A ellas se les suben a la cabeza las ganas de largar y a ellos la testosterona. Loquita era la única soltera, que no desparejada, no vayamos a confundir, y ya había sufrido todo tipo de ataques (verbales). La embriaguez colectiva se había apoderado de las señoras con la sabrosa especia de las confidencias. Las bromas y las burlas sobre los hombres arrancaban grititos de entusiasmo de sus gargantas. Hablan de sus defectos en el plano general y, todas de acuerdo, despotrican contra sus cabronadas, señalan sus peores defectos. Pasan al plano particular y con esto a las disculpas, a ver el lado bueno de cada uno, a ponerle cada una la velita a su santo. Esta, un cirio:
—Pues yo —dice la que tiene enfrente Loquita—, estoy completamente segura de Francisco Javier.
Las demás corean: “¿Segura?” Y ella se ratifica.
—Completamente.
Eso nadie se lo acaba de creer, salvo ella; pero tanto se lo cree, que remacha.
—Completamente segura. Es incapaz de hacerme una cosa así.
Dudar de la capacidad de Francisco Javier —se dice Loquita—, qué loca está la peña. Y acto seguido pregunta por lo bajo, a la que tiene al lado, quién es el tal. La de al lado le señala a un chico alto, flaco, con un cóctel en la mano, apoyado en la barra del restaurante.
—Ah.
Loquita en su dormitorio se alisaba el vestido jaspeado marengo por la cintura, el vientre y las caderas; se ajustaba el escote, frente al espejo. Los labios mínimos oferentes de la boca pintados de un carmín suave. Era muy de mañana. Estaba lista, se iba a trabajar. Alegre, predispuesta. No pasaba nada que no fuera que se iba a trabajar. Con ese ánimo especial caminó la calle, sufrió la ordinariez del viaje en autobús. Ocupó a hora en punto su puesto en la oficina y desarrolló trabajo con la concentración y la eficacia que le eran propios. A media mañana, a eso de la hora del café, se sintió ligeramente indispuesta, y como conocida era entre sus compañeros esa leve patología cardíaca que de vez en cuando la afectaba, todos acudieron en su auxilio.
—¿Qué te pasa, Amparo?
—¿Te sientes mal, Amparo?
—No es nada, no es nada. Me siento un poco mareada, eso es todo.
—¿Quieres que te llevemos a alguna parte?
—No sé si será necesario… Pero tal vez sea lo mejor.
—Pues venga.
Los compañeros, después de los trámites en urgencias, la abandonaron en una sala de espera donde se amontonaban los enfermos, sentada en una triste silla de ruedas, y volvieron al trabajo. Ratita abandonada otra vez. La sala y el aire y las miradas de la gente y el ambiente francamente deprimentes. Languideció allí durante una larga hora y media observando al personal e inventando historias para atenuar la espera, protagonizadas por cirróticos o diabéticos. Hasta que pasó por su lado un chico, ataviado con bata blanca, y la reconoció.
—¿Amparo? ¡Tú eres Amparo, la compañera del instituto de mi mujer!
El ánimo y la estima de Loquita subieron como un termómetro metido en agua hirviendo. Se le activaron las meninges y toda glándula susceptible de motivarse con la alegría.
—Si tan solo hace dos días que estuvimos de fiesta, ¿no te acuerdas? Que tú me preguntaste, luego al final de la noche, que dónde trabajaba y todo aquello, y yo te dije que en un hospital…
—¡Ah, claro! Ahora caigo. ¡Tú eres Fran, el marido de Ana!
—El mismo.
—Pues qué bien haberte encontrado.
—¿Y tú, qué haces aquí?
Y le contó. Después intentó levantarse para ponerse a la misma altura del chico. Que eso era difícil por la estatura del chico, estas cosas que no pasan desapercibidas a una mujer. Pero el chico la retuvo, sujetándola por el hombro.
—Tú ahí tranquila. Que yo me encargo de todo.
Loquita hizo caso del enfermero como buena enferma. El enfermero salió de la sala y poco después regresó con un puñado de papeles en la mano. Bajó al nivel de Loquita poniéndose en cuclillas delante de ella.
—De modo que insuficiencia cardíaca…
—Sí. Creo.
—Por lo que leo aquí —hizo una pausa mirando al documento—, parece una simple disnea.
—¿Y eso qué es?
—Algo mucho más leve.
—¡Ay, no sabes cómo me alegra que me digas eso!
—Lo entiendo. Bueno, ahora has quedado en mis manos —dijo levantándose y empujando la silla.
Ella preguntó con una alarma falsísima, como para que se notara que era falsa.
—¿En tus manos? ¿Eso qué significa?
—Que yo me encargo de llevarte donde haga falta de aquí en adelante. Si no te parece mal.
—¿Cómo me va a parecer mal? Tener un enfermero a mi servicio… ¡Vamos, hombre, no jodas¡ Es el sueño de toda mujer enferma.
El chico rió. Ella le enseñó su caja de dientes girándose hacia atrás.
—Y bien, ¿puedo preguntar adónde me llevas?
—Por lo pronto, a hacerte la prueba.
Después de un electro irreprochable —el corazón de una joven gacela—, el muchacho había tenido la amabilidad de invitarla a una tila en la cafetería del centro hospitalario. Loquita preguntó si, dado lo favorable de los datos, podía sustituir ese insulso brebaje por un café como dios manda. El enfermero la reprendió con un gesto, pero acabó aceptando.
—Sí, soltera. Aunque te mentiría si te dijera que no tengo pareja.
Pegó un primer sorbo al café con su pico de labios.
—Quiero decir: tengo y no tengo. Me ha hecho una trastada gorda y estamos temporalmente separados.
—¡Vaya! ¡Lo siento!
—Pero no pasa nada. Es mejor así.
—Desde luego. Si no se está bien…
—No. Y lo peor de todo ¿sabes qué?
El chico negó.
—Que no me dijera nada, que lo llevara todo en secreto. Como si no me fuera a enterar.
—Ya.
—Todavía (somos gente madura, ¿no?) podía haberme dicho: Amparo, tengo un calentón con tal o cual chica y quiero acostarme con ella. Y no pasa nada. Pues si te gusta…, tú verás. Y no pasa nada. Porque luego es algo pasajero y no pasa nada. Y, si no lo es, pues no lo es, pero has quedado como un caballero, ¿me entiendes? La pareja es la pareja y luego cada uno tenemos que tener nuestros escapes; eso es lo lógico, lo natural. Y no pasa nada. Tú, que llevas muchos más años en pareja que yo, lo debes de saber. Por cierto, qué chica tan maja Ana, no me digas que no.
—Sí, sí que lo es.
—¡No me digas que no te sientes afortunado con ella…!
—Sí, claro.
—Y ella contigo seguro que también.
—Bueno, eso no me atrevería a decirlo yo.
—Pues claro. Un chico tan buena gente. Tan trabajador, tan alto, tan…, guapo —aseveró, pasándole los dedos sobre la botonadura de la camisa, a lo largo del esternón—. Yo te veo así.
No dio tiempo a que el chico reaccionara.
—Gracias por todo. Tengo que irme.
Enseguida echó mano al bolso y salió pitando. Él salió tras ella.
—Te acompaño hasta la puerta.
—Bien. Como quieras.
Caminaron pasillo adelante. Loquita iba a toda máquina.
—Perdona. Tengo prisa.
—Lo entiendo. ¿Dijiste que trabajabas en Archivos y Bibliotecas?
—Justo ahí.
Atravesaron la puerta del vestíbulo, se acercaban a la de la calle.
—Bueno, supongo que podremos vernos en otra ocasión…
—Sí… ¿Por qué no?
El chico no dejó pasar ni dos días.
—¿Amparo?
—Sí, soy yo.
—Disculpa que te llame al trabajo.
—No pasa nada. ¿Con quién hablo?
—Con Francisco Javier, el enfermero.
—¡Hola, Francisco Javier! ¡Qué sorpresa!
Loquita regateó en corto.
—¡Pero hoy no estoy mala, ¿eh?!
Escuchó la risa al otro lado.
—¡Puedo asegurarte que no tengo nada pachucho y que todo está en su sitio!
La risa no paraba.
—¡Eso quiere decir que estoy buena, no sé como tú lo ves!
Se reía a carcajadas. Esperó a que se le pasara.
—Lo veo fenomenal. Solo quería saber cómo te encontrabas.
—Ya. Bien. Gracias.
No, no iba a ser a la primera, ni a la segunda. Llámame en otro momento, porfa. Es que hoy lo tengo complicado. ¿No te importa? El chico insistió a lo largo de los días, educado y metódico. Se vieron en un par de sitios de la ciudad para compartir un café en horas de trabajo. Charlaron mucho de parejas y de amigos. Loquita ya sabía sin lugar a dudas que era corderito. Aún se excusó en otro par de ocasiones más, para estar “completamente segura”. Cuando, al fin, el chico la llamó, ya entregado y confeso de lo que quería hacer con ella, ella puso una voz muy seria y seductora para abrirle la puerta de su casa.
—Puedes venir esta tarde. Allí estaremos cómodos; ya sabes que estoy sola.