Loquita Nena en: La Lola

por manueldemagina

lalola

—¡Amparo!
La voz venía de atrás.
—¡Amparo, espera! ¿Dónde vas con tanta prisa?
Loquita se detuvo un momento y miró por encima de las gafas de sol, y siguió sin dignarse a contestar, como si el sonido proviniera del derrape de un neumático o el chirrido de una persiana. La perseguidora, no obstante, acelerando mucho el paso, consiguió ponerse a su altura; ella lo notó por la vaharada de aquel perfume insoportable que acostumbraba a usar.
—Jo, tía; ¿dónde vas tan guapa?
Como si una no pudiera ir guapa por la calle. Que aquel perfume y ella eran ya lo mismo. Que lo olías —con la nariz tapada— en el ascensor, y decías: esta es la Oliva.
Loquita giró un poco la cabeza hacia ella, apretó la boca y luego la abrió y luego interpuso la punta de la lengua entre sus dientes durante una fracción de segundo para contestar: al centro.
—¿Y este bolso? Nunca te lo he visto.
Loquita le echó una mirada con un mensaje encriptado. Pero inútil, esta había nacido analfabeta funcional y así se moriría.
—¡Qué pasada! ¿Dónde lo has comprado? Y ahí cabe todo, no tienes por qué dejarte nada.
Loquita afirmó, alargando un gesto de felicidad en su boca, aunque el bolso, en esencia, no fuera más que un cesto de paja de los de toda la vida.
—Venga, nena; dime algo, joder. No seas así de estirada. Si tú sabes que yo te aprecio mucho.
Y después la Oliva se puso así, como confidencial:
—¿Qué? ¿Un ligue…?
Loquita volvió a sonreír pero esta vez tuvo que hacer un gran esfuerzo para no estallar en carcajadas. Negó con la cabeza.
—¿Entonces?
Y Loquita la despachó mostrándole los dientes con un desprecio amistoso.
—A una sala de conciertos, nena.
Y esa suma de palabras: sala más concierto, acabó de incendiar la curiosidad de la otra.
—¿A una sala de conciertos? ¿Y se puede saber a cuál?
Loquita lo susurró.
—¡Mindundi! ¡Si ahí solo viene gente importante! ¡Te habrá costado una pasta…!
Loquita miró complacida como la Oliva se arremolinaba en torno a ella con sus preguntas; el pelo alborotado, la cara de estofado de patatas, el vestido negro con profusión floral.
—Nada. Ni un céntimo.
—¿Y eso?
—Me han regalado las entradas.
—¡Qué suerte tienen algunas! ¿Y se puede saber quién te las ha regalado?
Llegados a este punto, lo habitual es que Loquita la hubiera mandado a paseo, pero en esta ocasión era otro su plan.
—Los músicos.
—¿Los músicos? ¿Es que los conoces?
—Sí. Bueno…, en cierto modo.
—¿Qué quieres decir con eso?
Loquita hizo un gesto feliz acompañándose de los brazos:
—¡Soy fan!
—¿Y ya por eso te regalan las entradas?
Síp. Pero no a todos, ¿eh? Solo a algunos. Solo a los muy especiales.
Y la Oliva se dijo hay que ver, esta lagarta, que todo lo que se propone lo consigue.
—Oye, has dicho entradas… ¿Eso es que tienes más de una? Es que alguien te acompaña, claro, mira yo qué tonta.
—Pues no. No me acompaña nadie. Esta vez no. Y me sobra una entrada, sí. La verdad es que no sabía qué hacer con ella. No a todo el mundo le gusta ese grupo. Pero me mandaron dos. Es que una sola está así, como feo, ¿sabes?, y siempre mandan dos.
—¿Y qué vas a hacer?
—Pues regalarla. Qué otra cosa.
La pera se estaba poniendo madura delante de sus narices y la Oliva no se lo creía. Metió la mano en su bolso para asegurarse de que llevaba el teléfono.
—¿Y qué grupo es?
Loquita se lo dijo.
—¡Joder, joder! Lo que he bailao yo sus canciones. Son súper majos. Qué suerte, tía. Me alegro mucho. Te lo vas a pasar en grande, ya verás.
Loquita apretó una sonrisa para asentir.
—¿Y has pensado ya a quién le vas a regalar la entrada?
—Pues a la primera persona que encuentre, qué más da.
La Oliva estaba ya por atreverse.
—¿Y si yo te la pido?
—Ah, pues… Te la doy —dijo teatralmente Loquita, como si se hubiera visto de golpe sorprendida.
La Oliva se plantó delante mirándola a los ojos porque para ella aquel gesto era pura ciencia ficción.
—¿En serio?
Loquita tragó eslabones de cadena uno tras otro con objeto de parecer convincente.
—Pues claro. Para dársela a otra persona, bueno que sea para una vecina.
No te conozco, Amparo; se dijo la Oliva, mientras se le ablandaba el corazón, incluso a su pesar.
—¿Me dejas que llame a Pedro?
—Pues claro, mujer. Llama, llama.
Iban ya por Campanar, a punto de desembocar en Pío, y el sol se desleía en medio de una bruma, como solía hacerlo, y la noche estaba a solo dos manzanas de allí.
—No me lo creo, Amparo.
—¿Qué es lo que no te crees?
—Que me esté yendo de concierto contigo.
—Pues créetelo, mujer, porque es verdad.
—Y yo con lo puesto.
—Pues lo de volver a tu casa para arreglarte, como que no va a poder ser.
Entraron en un bar de una esquina y Loquita invitó a dos deliciosos sándwiches vegetales con queso. Una vez consumidos, sacó de su gran bolso el neceser y se lo entregó a su acompañante.
—Vamos, ¿a qué esperas? No tenemos toda la noche. ¡Áinss! Lo que me vas a costar de criar.
La Oliva se levantó brusca y desordenadamente de la mesa. No te conozco, Amparo; iba diciendo de camino al baño.

Solo le faltaba dar saltitos y grititos de la emoción, no podía disimularlo.
—¡Y en tercera fila, Amparo! ¡No veas qué lujo! ¿Cómo te apañaste?
Los hubiera dado si aquel no fuera un sitio pequeño y hubiera relativamente poca gente, aunque estuviera lleno. No paraba de moverse, de alargar el cuello para ver si salía alguien. Apareció el presentador y ella no pudo reprimirse más y palmeó como una posesa.
—¡Que van a salir! ¡Que van a salir!
—¿Quieres calmarte?
—Ay, no sé cómo puedes ser tan fría para algunas cosas, Amparo. ¡Que van a salir de un momento a otro! ¡Y los vamos a tener a dos palmos, que casi los vamos a poder tocar!
Loquita expresó desagrado mostrando los dientes. La Oliva la estaba empezando a poner nerviosa.
—¿Y qué?
—No me puedo creer que tú no estés emocionada también.
—¿Y por qué habría de estarlo, a ver?
—Mujer, se supone que te gustan.
Loquita ya le contestó con agresividad.
—Sí, me gustan, pero ¿por qué me tengo que poner así?
—Bueno, bueno.
Los integrantes del grupo se hicieron presentes por fin sobre el escenario y fueron recibidos con un fuerte y prolongado aplauso, un par de silbidos de bienvenida. Saludaron al público y les dedicaron unas palabras de agradecimiento. La Oliva, asombrada, miraba alternativamente al cantante y a Loquita, de no creerse lo que estaba viendo, con los ojos y el gesto que eran signos de admiración, y Loquita le mostró una de sus sonrisas con la boca apretada. Los músicos se aprestaron a los instrumentos y comenzó el concierto. Fueron desgranando una a una las canciones, siempre tratando de promocionar las más recientes o poco conocidas, hasta llegar  a aquella por la que todo el mundo les conoce, “al tema”.

Ya le extrañó a la Oliva —ya le extrañó, ¿eh?—, que siendo como era la Amparo estuviera así de desganada. Que era ver a un hombre bien plantado y se le rizaban las pestañas, y maquinaba como nadie para llevárselo a la cama, y allí había cuatro y no estaban nada mal, famosos y guapos, y con todo lo fan que decía se había hecho de ellos, y no se hiciera notar ni les echara piropos.
“…le fue muy mal, de mano en mano, de boca en boca, de cama en cama.”
La vio abrir el bolso en ese momento y coger cosas de él.
“Como una muñeca, que se desgasta, se queda vieja y la pena arrastra.”
La Oliva se quedó boquiabierta. Huevos y tomates. No podía ser verdad lo que estaba viendo. ¡Y se los estaba tirando al cantante!  La miró a ella con la cara indignada.
—¡Venga! ¡Coge y tira!
“Óyeme mi Lola, mi tierna Lola, tu triste vida es tu triste historia.”
—Pero, ¿por qué, tía?
—¡Te he dicho que lo hagas, imbécil!
“Pero qué manera de caminar…”
—¡Desgraciados! ¡Pichas flojas!
“Es el tiempo de la arruga que no perdona, es el tiempo de la fruta…, y la pintura.”
Ay qué follón…