Novedad en el Fénix Café

por manueldemagina

FénixLa mujer entró justo cuando Bunbury y la Watling decían: ¡Paraíso no es aquí!, y él escondió una sonrisa con mucho sarcasmo. Bajó dos puntos el volumen de la música.
¡Paraíso no es aquí!, aunque ya más moderado.
—Buenos días. Dígame.
—Un café con leche.
Ocupó un lugar en el amplio universo de la cafetería vacía, cerca de una de las ventanas. Aparcó la maleta que arrastraba. Se sentó. Dejó caer sobre el regazo un bolso ornado con coloridas flores de tela. Sacó un libro.
Él estaba ante la cafetera, mientras esta gorgoritaba una ración de vapor sobre el supuesto jugo de glándulas mamarias, y se repetía en su cabeza el estribillo de la canción (paraíso no es aquí, paraíso no es aquí). Quizás no fuera la más adecuada. Sirvió la taza humeante portándola en la bandeja.
—Aquí tiene.
—Gracias.
¡Tira tanto todo tira mucho poco más una vida! —Bunbury alocado—.
De regreso, cambió la música por otra con menos ritmo y un poco más neutra. Había llegado la Tere con un par de bolsas en cada mano. Se había metido rápido para la cocina entregando por todo saludo un corneado “¿Qué?”. Él salió a la puerta para ver cómo estaba el día. Caía una lluvia fina y la acompañaba un vientecillo helador. Una desgracia como otra cualquiera para una ciudad del sur que vive prácticamente del turismo. Apenas había gente en la plaza. Un grupo extraviado, con paraguas azules, en el centro. Un par de desgraciados al otro lado, mirando a la torre esquinada del reloj. Uno de ellos con gafas y el pelo crespo, el otro ya mayor y gris. Se preguntó qué harían allí aquel par de panolis. No tenían pinta de turistas. Ni de hombres de negocios. Mucho menos de policías. Parecían estar esperando a alguien. O algo.
Entró a la cocina para enterar a la Tere de que iba a su casa “en una volá”, que tenía una urgencia. No le iba a poner como excusa que se había olvidado de apagar la luz del baño. Salió de nuevo a la calle. Aún estaban allí aquel par de mindundis, mirando al reloj de la torre, a los relojes en sus muñecas, a los móviles, como si no se acabaran de creer la hora. Pasó por su lado. Caminó con paso decidido hacia el laberinto del barrio antiguo. Hacía un frío de helarse las mismas pelotitas. Eran días de Carnaval y se veía a gente disfrazada en grupos, paseando por las callejuelas. A él le dio envidia. Un calentón de envidia, porque le gustaban mucho los carnavales, y se le quitó todo el frío. Pensó en caliente: hacer rabona al Fénix durante la mañana. Total, que se apañara la Tere; si no iba a tener aprietos con el día que hacía. Se disfrazó primero de linterna, luego de lápiz bicolor y después de hombre sentado al váter. Toda la mañana haciendo el ganso por la ciudad, ¡je, je! Ah, y lo mejor de todo: se topó por un lado y por otro con aquel par de pánfilos. Y lo que nadie podía imaginar: acompañados de la mujer que había entrado en el café. ¡Justo, la del bolso floreado! Había que joderse. Las vueltas que da la vida. Le vio un lado bueno: la Tere tendría ahora todo el tiempo del mundo para preparar la rusa, la tortilla y los pinchos de gorrino. Que no solo de café vive el hombre. Y él los siguió como un detective; pero no por nada, sino por puro entretenimiento.
La mañana remontó y el sol fue ganando posiciones. El trío de ases andaba por la ribera. Entraron en una librería de viejo propiedad de un viejo y salieron cada uno con un libro en la mano. Viejo, claro. Luego se sentaron en el paseo, al borde del río. Ellos cada uno a un lado y la mujer del bolso floreado en medio. Se iban pasando un libro de uno a otro, como si fuera un porro, y escribían en él. La de gente rara que hay en el mundo. Encima tres. Ni dos ni cuatro, que es lo corriente, tres. ¿Y qué serían los tres? ¿Tres qué? Es que no sabía lo que podían ser, mira que él conocía a gente en el Fénix y a gente rara. Total, se asomó al río, porque el río también le gusta mucho. Ver el agua bajar tranquila, los pajarracos que siempre andan revoloteando por ahí. Que si en busca de los peces, de los bichos… Los que más le gustan son esos que tienen un pico muy largo y como una giba, y son blancos del todo.
Los del porro-libro cruzaron por un puente y luego descruzaron por el otro. Le dieron dos vueltas al río entrando por un puente y saliendo por el otro, qué gilipollez la suya. No paraban de hablar, ¿de qué? Largo misterio. Luego se sentaron en la terraza Amapola, cuando ya daba el solecito, y siguieron con lo mismo. Él se preguntó qué cojones escribirían en el dichoso libro, y qué harían en aquella ciudad aquellos dos tipos y la del bolso floreado. ¡Lagarto, lagarto! Hubiera estado por pegar la oreja si no fuera porque iba disfrazado. Y no era plan de pararse delante, sentado a su vez en el váter, mientras ellos se tomaban la caña. Total, que volvió al Fénix. Y lo que nunca pudo imaginar: ¡que la del bolso floreado estaba allí! ¿Estoy viendo visiones? —se dijo—. El frío me ha hecho daño en la cabeza. ¿O no es la misma? La miró detenidamente a ella. Luego al bolso, que era la prueba del algodón. ¡La misma, joder! Fue a la cocina a preguntar a la Tere. ¡A ver si es que había vuelto mientras él fue a cambiarse a su casa! La Tere ya tenía preparados los pinchos y la rusa. Y la tortilla, pero estaba negra. ¿Le habría puesto tinta de calamar? Aunque no, ella no era de darle esos arranques de creatividad.
—Oye, ¿qué hace ahí esa?
—Y a mí qué me dices.
—¿No jodas que ha estado aquí toda la mañana?
—Como un clavo. Se ha tomado ya todas las clases de infusiones. Pero no sé de qué te extrañas, ya sabes que de vez en cuando cae por aquí un pez de esos. Ah, por cierto, hay que limpiar los boquerones y los calamares. Y hacer de nuevo la tortilla.
Esto último lo dijo quitándose el delantal.
—¿Por qué no lo vas haciendo tú? Que yo me voy a alargar un momento a mi casa.
—¿A tu casa? ¿A qué?
—A apagar la luz del baño, que me la he dejado encendida.
Antes de salir por la puerta, añadió:
—¡En una “volá”!
Y ahora ¿qué? —se dijo él, echándose las manos a la cabeza—. Esto es pa volverse loco.