De cómo conocí a Pepita Ramos
por manueldemagina
Debería confesar antes de nada que a Pepita Ramos solo la conocía de haber leído el cuento. Por cómo la describe Guhó: un ser pequeño y enérgico, dotado de una extraordinaria capacidad para hacer y dar. También para defenderse, para mantener su posición, de eso no cabe duda. Un carácter prístino. Y es de estas cosas que te pasan y nunca te las acabas de creer del todo, porque a Pepita Ramos puede que no te la vuelvas a encontrar el resto de tu vida. Y fíjense si esto fue breve, que duró lo que se tarda en cruzar un paso de cebra. Y no, no es que el siempre atribulado Anzée fuera el inquieto peatón que cruza la calle a la altura del despacho que el butano mantiene abierto en la calle Deán Guirao, al lado de la pastelería Menéndez, no. Que era el conductor de un coche —por llamarlo de alguna manera—, que se acerca al listado de bandas blancas. Y hete aquí que, estando la mañana encapotada y lluviosa, con visibilidad claramente mermada, se aproxima a él y que, en el preciso instante en que las ruedas delanteras tocan esa especie de teclado de piano, se hace presente, como una aparición sobrevenida de un más acá, la figura singular de Pepa Ramos. Resuelta, impetuosa, dispuesta a no perder un solo segundo de tiempo; y, en un antes que lo digo, se ha plantado en la mitad. Esto que viene ahora requeriría de cierta habilidad para describirlo, de la que dudo. Lo intentaré, de todos modos. Anzée ve de repente a Pepita —la extrema atención, la mirada felina—, y hunde el pie en el freno. El coche se detiene pero aún se desliza con las ruedas bloqueadas, haciendo ese característico ruido que tanto gusta a los niños y a los creadores de efectos especiales de las películas. Pepa se lleva un susto y se para. Y, después, a la vez, coche y viandante reanudan la marcha. Pepa se lleva un segundo susto, este aún más fuerte, y echa una mirada al inicuo conductor, queriendo sajarlo de arriba abajo, como hacía con el tomate. Entonces Anzée sabe sin duda que se trata de ella, de Pepa Ramos —la figurita menuda, la cara de aguda y redicha—, y no bien tiene el desatino y la descortesía de pasar él primero, aun haciendo esa patética disculpa con la mano, se arrepiente (y se arrepentirá toda la vida) de haberlo hecho. ¡Lo que de mezquino quedó y lo bueno que hubiera sido permanecer allí, cediendo el paso a Pepita!