En busca del sonido
Para Gonzalo Jordán
Habíamos quedado a las ocho y Gonzalo ya estaba esperándome en la esquina del bar. Había prometido que lo acompañaría. Subimos a su pequeño Peugeot. Hicimos un comentario sobre lo agradable que se presentaba el día para viajar. Maniobró para salir del aparcamiento y luego del pueblo. Gonzalo es un apasionado de la música y de un modo particular del flamenco. Rasguea la guitarra desde que lo conozco; pero en los últimos años, esos que a ambos nos han abocado a la madurez y afilan la conciencia hasta extremos nunca antes percibidos, ha reservado una parte de su tiempo para aprender música en serio, para aprender a tocar con verdadero fundamento. Ha ido a recibir clases particulares con varios guitarristas flamencos semiprofesionales e, incluso, se ha atrevido con los estudios reglados, primero en una escuela de música y luego en un conservatorio. No ha tenido ningún problema en superar con nota todas las pruebas. Dedica varias horas al día a practicar, dice que es absolutamente imprescindible para conservar la forma.
Ha pensado en hacer esta vez el camino por Córdoba, en lugar de por Granada, como lo hizo antes. La conversación con él siempre es amena y agradable y no nos aburrimos nunca. Así, apenas se nota el transcurso del tiempo. Ya estábamos atravesando la campiña cordobesa y las nubes aisladas que poblaban el cielo a primera hora de la mañana habían desaparecido. Los campos alternaban el verdor de las siembras con el pardo de los barbechos cuando circulábamos por la A-45 en dirección a Antequera.
Tengo claro lo que no empuja a Gonzalo. No lo lleva a esto la frivolidad, ni la vanidad. Del dinero ni hablamos. Aunque le pagan unos euros por enseñar y dirigir la agrupación coral de un pueblo vecino, esa cantidad no es más que un pequeño acicate para esforzarse aún más. Hace poco tuvo un problema en un tendón de la mano izquierda (quizás causado por esos esfuerzos extremos que exige, a veces, su oficio de agricultor) que le dificultaba tocar. Se aventuró con una intervención quirúrgica para hacer que el problema, si no desapareciera, sí que le permitiera seguir haciéndolo. El éxito de la operación fue relativo, pero, al menos, le permite hacer una vida normal y seguir arrancando notas de su guitarra.
Las distancias, con unas carreteras y unos medios tan buenos como de los que nos hemos dotado, no son tales. Descendemos hacia la provincia de Málaga y le señalo un punto alto, hacia la derecha; es la primera vez que Gonzalo circula por esta vía.
—Mira, eso es Benamejí —le indico—, el pueblo de la famosa canción.
Ha ido cambiando de guitarra en guitarra, a medida que ha ido avanzando su destreza, y a la vez, cómo no, su exigencia. Ya no se conforma con cualquier instrumento. Habría que decir que en esto, como en todo, existen jerarquías o escalas. Me ha ido contando su experiencia a lo largo de todo este tiempo. Su “relación” con cada una. La última supuso para él una gran decepción. Fue a comprarla a un pueblo perdido en la serranía de Cádiz, donde le habían dicho que las hacía un artesano de confianza. No hizo más que verla y pensó haber encontrado la guitarra de su vida, pero no fue así. Después de unos días probándola la encerró en el estuche, disgustado, y no la quiso ver más. Según él, la guitarra estaba muy dura y con su dolencia le costaba un mundo tocar, además de que no sonaba del modo que él quería que sonara, con esa acentuada sonoridad flamenca que debería. Decidió seguir ensayando con “la vieja” mientras trataba de solventar aquel fiasco. Necesitaba un instrumento más blando, con el que el esfuerzo de tocar fuera menor. Pidió consejo a un conocido, luego habló con el luthier. Quería que le fabricara una nueva guitarra. Una guitarra con el mástil más corto, que aliviara la tensión de las cuerdas. Le pedía que aceptara la devolución de la anterior. El luthier no puso objeción, salvo la de que debería abonar doscientos euros extra. Gonzalo se encontró abocado a tener que aceptar el trato si quería una guitarra nueva, adaptada a su situación y a su gusto, a pesar de tener los pies en el suelo y pensar que el gasto que podía permitirse hacer en un instrumento no podía ir más allá de lo razonable, de lo que una economía como la suya daba de sí. A fin de cuentas —me argumentaba—, esto no es más que una afición, un disfrute.
Después de haber llegado al acuerdo por teléfono, pasaron varias semanas en que el viaje se fue posponiendo. Llovía, y el luthier avisaba que no era recomendable lacar ninguna guitarra con un tiempo en exceso húmedo, que era necesario esperar. Finalmente, había despejado los últimos días y allí estábamos. Habíamos dejado atrás Antequera y rebasado la localidad vecina de Campillos. Ahora era yo quién desconocía el recorrido. Nunca había circulado por aquellos parajes en mis correrías como agente comercial. Pronto nos internamos en la provincia de Cádiz, por la sierra. Íbamos viendo el verde naciente de finales de enero y la flor de los almendros, que ponía en el camino esas notas de luz.
Ahora fui yo quien se sorprendió del espectáculo paisajístico que él me había anunciado: Olvera. Su caserío blanco derramado en la falda del monte y su iglesia suspendida entre el despeñadero y el cielo, en un equilibrio inverosímil. Apuntó que, al pasar por allí en el anterior viaje, Ani, su mujer y una de mis mejores amigas, había dedicado un recuerdo a los héroes anónimos que morirían para hacer aquel monumento en aquel sitio, en aquellos tiempos. Le dije que era un pensamiento que también a mí me asaltaba cada vez que veía uno de esos desafíos.
Y ya estábamos entrando en Algodonales. El tiempo había pasado en un tris. Gonzalo aparcó cerca del taller. Cogió la guitarra del maletero. Entramos y me sorprendió mucho el aspecto del local, la recepción y la tienda: estaba toda, toda completamente recubierta de madera, desde el suelo al techo. Daba, como puede imaginarse, una gran sensación de calidez y bienestar. El luthier nos recibió amablemente, era un hombre joven. Gonzalo y él comentaron sobre los sucesivos aplazamientos del viaje y el luthier insistió en sus razones. Le anunció también que tendríamos que esperar porque aún no estaba terminada del todo. Mientras tanto, abrió el estuche con la guitarra adquirida en principio por Gonzalo. La sacó, la inspeccionó detenidamente y la dejó encima del mostrador. El luthier iba y venía del taller a la tienda y, en uno de esas idas y venidas, pasó junto a la guitarra que iba a ser devuelta y pulsó una cuerda. La guitarra emitió un sonido simple y la vez profundo. Aquel gesto me pasó desapercibido en un primer momento. En realidad, todo aquello era nuevo para mí, no tenía la más mínima idea de lo que era una fábrica de guitarras, ni españolas ni de ningún tipo. Tampoco de lo que significaba una guitarra, en verdad, pero después creí explicarme por qué el luthier había pulsado aquella cuerda y había extraído aquella solitaria nota. Pienso que fue algo así como preguntarle al instrumento cómo estaba, cómo se sentía. En su oído, hay que suponer que extraordinariamente fino, la guitarra le contestaría de un modo u otro. Hasta es posible que le hiciera, solo con aquel sonido, una declaración completa de su estado. Luego ya la tomó con más confianza, cuando hablaba con Gonzalo de las distintas características de cada una de ellas, del pedido de Gonzalo y de cómo ellos estaban intentando satisfacer su demanda, y tocó una bulería, una soleá o una seguiriya; o lo que fuera, porque (confieso una ignorancia imperdonable, creo que más por falta de un verdadero interés que por otra causa), no entiendo de palos flamencos y no los distingo. El caso que es me pareció que aquello sonaba muy bien, con todas la reservas con que puedo decir una cosa así.
Continuábamos esperando y, mientras tanto, no dejaban de circular personas por la tienda. Una mujer, que andaba probando y afinando las guitarras que había colgadas por todas partes. Unos niños que se perseguían, jugando, a los que los mayores conminaban a comportarse; un señor mayor que deambulaba con su abrigo de un lado para otro. Aquello, ya estaba claro, iba a ser un negocio familiar, y ese señor mayor, prudente y, sin embargo, vigilante, el patriarca que daba nombre al taller: Valeriano Bernal. Supongo que para hacer más amena nuestra espera, al mismo tiempo que para publicitar sus trabajos, el luthier nos introdujo un poco en el mundo de la fabricación artesana de guitarras. Comentó los distintos materiales de que podían estar hechas, siempre con maderas nobles, y cómo aquel mundo tampoco escapaba a las modas. Ahora se llevan unos materiales y colores, luego otros. Me llamó la atención poderosamente que las maderas, casi en su totalidad, eran importadas de otros países, y que, entre ellas, tenía una importancia vital, pues es la que confiere al instrumento su sonoridad, la tapa. Y que la tapa, esa parte que es una hoja de una pieza con el agujero armónico, está hecha de abeto. Y que el abeto de mayor calidad es el alemán. ¡O sea –me dije-, que el mejor sonido flamenco tiene origen en Alemania! ¡Curioso!
El señor mayor, vamos a llamarle ya Valeriano, nos acompañaba en la recepción de la tienda. Sentado a una mesa baja, hojeaba lo que parecía ser un álbum de fotografías de recuerdo. Aparentaba estar matando el tiempo, distraído. Al fin, el luthier, a quién ya conocíamos como Rafael, su hijo, trajo la esperada guitarra del taller y lo primero que hizo fue sentarse a su lado. La tocó en su presencia para que el padre, así lo interpreté, al menos, le diera un primer aprobado a la recién salida. El padre parecía seguir a lo suyo, hojeando aquel álbum de tapas negras, pero debería estar muy atento de lo que salía de aquellas cuerdas y aquella caja de resonancia, porque, en un momento, asintió con la cabeza. Rafael se explayó, entonces, tocando partes de piezas distintas. Gonzalo no perdió detalle. Debo pensar que tenía puestos los cinco sentidos en todo con la intención de no volver a equivocarse. A doscientos euros la equivocación, merecía la pena. Podía ir de doscientos en doscientos hasta acabar pagando por una guitarra de calidad estándar lo que por una de calidad excelente.
Rafael, entonces, entregó la nueva guitarra a Gonzalo. Pienso, ahora, que debió ser para él un momento de emoción y al mismo tiempo difícil, con esa dificultad emocionante que tienen los primeros encuentros. Gonzalo comenzó a extraer sonidos de ella. Desde un estilo, desde otro, tratando de “escucharla”, de comprobar también eso que para él era tan importante: el grado de esfuerzo que le exigiría tocarla. Se lo tomó con calma. No quería precipitarse, quería estar seguro, antes de decir que sí, que aquella guitarra con el mástil más corto le iba mejor, que le gustaba, también, cómo sonaba. Se sentó junto a Valeriano. Ensayó toques flamencos, toques que en el momento en que cogieron el ritmo, acompañó el anciano percutiendo con los nudillos en la mesa baja, y, entonces, a pesar de mi oído nefasto para la música, me percaté de que sonaba de un modo distinto a la otra, a la que había acordado devolver. Sonaba de un modo menos serio, más alegre, más… cálido, eso era. Tenía un sonido más cálido que la otra; indudablemente más flamenco. Me di cuenta de mi grado de ignorancia cuando pensé, por extensión, que cada instrumento salido de aquel taller debía tener un sonido propio, único, irrepetible. Luego el luthier advirtió a Gonzalo de que hace falta que pasen al menos veinticuatro horas desde la terminación para que la guitarra adquiera una sonoridad completa. Más tarde trajo otras guitarras, para hacer comparaciones, para mostrar las maravillas que tenía. Palo santo, encina, cedro… De aquella selecta exposición que había a la derecha, sacó una. Hizo un ademán, dándole una vuelta, para mostrar su extraordinaria ligereza y compacidad y luego la pulsó para extraer una nota, una sola nota. La guitarra habló y dejó sentada cátedra. Gonzalo exhibió un gesto que lo decía todo, para que la devolviera a su sitio. A las guitarras que están fuera de su alcance, como a las sirenas, mejor no escucharlas. Manifestó, en cambio, estar contento con la que se llevaba. Valeriano y Rafael se felicitaron de que fuera así. Luego comentaron de manera animada acerca de cómo se comportan los instrumentos y afirmaron que, si ya le sonaba bien y aún no habían salido del invierno, más aún le gustaría cuando entrara el buen tiempo, la primavera, y, literal, “se pusiera más alegre”. Volvió a sorprenderme mucho aquella aseveración y ellos me la corroboraron. Caí otra vez en lo vasto de mi ignorancia: ¡son organismos vivos! ¡Las maderas de que están hechas tienen vida, viven!
Gonzalo agradeció las atenciones de los artesanos y nos despedimos. Ya fuera de la tienda-taller, comentó que era como si se hubiera quitado un peso de encima, que había sentido muy buenas vibraciones tocando aquella guitarra nueva. Lo veía contento. Me llevó a comer a Zahara de la Sierra, al mismo restaurante donde en el anterior viaje había estado comiendo con Ani, con aquellas vistas espectaculares a la presa de El Gastor. Se lo agradecí mucho. Por la comida, por compartirla con él y por la oportunidad de conocer aquel bellísimo pueblo de la sierra gaditana.
Tomamos un café y nos subimos al coche para hacer el viaje de vuelta. La luz cálida de la tarde nos acompañaría, desandando el camino. Hablamos de música. Él, de la virtud de los grandes genios de la guitarra flamenca para sacar de aquellos instrumentos sonidos y acordes inéditos, inimaginables. Yo, para confesarle mi vergüenza por el desapego a esa expresión artística, mi incapacidad para emocionarme cuando la escucho, como si tuviera atrofiadas esas raíces, y que, en cambio, me conmueven otras, de otras partes. Que si algo de aquello me llama la atención es cuando se mezcla, se actualiza, y me conecta de ese modo con el hoy. En ese sentido, le hablo de mi admiración por Jesse Cook, le digo estar enamorado de la delicada melancolía de estas piezas, tan lejos —muy lejos— del mundo ancestral de tragedia y desgarro que inspira lo flamenco. Pero me gusta y me complace escucharlo tocar a él. Él es mi amigo. Me encanta esa pasión que le pone y esa capacidad para superarse. Al fin y al cabo, creo que esto no es más que un viaje en busca del sonido, que cada uno busca el suyo, pero que hoy lo hemos buscado juntos.