Mucha, mucha policía

Celtasexc 1

El párroco de La Trinidad se había preguntado muchas veces por qué habían dejado en aquel lugar la iglesia. Por qué consintieron que la ciudad se la tragara de aquel modo y no les importó que se quedara allí, en una isleta en medio de una avenida. Por qué no la desmontaron piedra a piedra y se la llevaron a otra parte. O mejor, por qué no la habían hecho saltar por los aires con una buena provisión de cartuchería y habían construido una nueva; en un lugar con jardincitos, apartado, tranquilo; con un diseño práctico y actual, a la vez que austero y luminoso, como a él le gustaban. Hoy se había asomado a la puerta y se había hecho nuevamente la pregunta. Luego tornó dentro y paseó con las manos a la espalda. Después de la primera lluvia, las humedades aparecían otra vez en el asiento de la bóveda sobre los muros. El tejado no había visto albañil desde hacía cuatro años. Las imágenes que ocupaban las capillas, por más que se las limpiara, no tomaban brillo alguno, despintadas y desconchadas como estaban. Un buen número de losetas del pavimento llevaban tiempo despegadas. Ahora, al paso de él, se volvieron a mover unas cuantas e hicieron ese ruido como de xilófono acuático.

Regresó hasta la puerta y salió al zaguán, a mirar cómo venía la mañana. Dentro, atenuado por los muros, el ritmo de la ciudad era solo un rumor persistente; afuera, un estrépito destemplado e irritante. De vez en cuando, aceraba esa molestia el paso de una ambulancia, con su grito de extrema gravedad.

Nada nuevo, salvo aquel hombre que, desde lejos, venía corriendo. ¡Ah —se dijo—, la excepción que a veces ponen los despistados, los olvidadizos o los perezosos! ¡Pobres seres! Ya viéndolo acercarse, se percató de que era un hombre vestido de uniforme y que corría desesperadamente en dirección a donde él estaba, hacia la misma puerta de la iglesia. No creyó que ese fuera su destino hasta que lo tuvo delante de las mismas narices.

—¡No tengo tiempo de explicaciones, padre! ¡Me persiguen! ¡Déjeme entrar y cierre la puerta!

El párroco se echó a un lado y el policía penetró en el interior, angustiado y lleno de agitación. Como lo mirara, aún extrañado, se impacientó.

—¡Haga lo que le digo, por amor de Dios!

El padre no cerró de un modo inmediato. Se tomó su tiempo. Ojeó la calle para comprobar de dónde venía la amenaza que decía cernirse sobre él. Vio que, en efecto, dos hombres corrían desde lejos hacia allí.

—¡Qué tengo que hacer para que la cierre, ¿eh?! ¡Dígame! ¿Qué tengo que hacer? —le gritaba, muy nervioso.

Pero él aún se armó de serenidad y volvió a echar un vistazo a la calle. Los dos hombres que corrían con denuedo ya se encontraban lo bastante próximos como para ver que también iban vestidos de uniforme. El mismo uniforme que llevaba el intruso.

—¡Ya está bien! Es mi seguridad la que depende. Siento tener que recurrir a esto, padre. Ellos son falsos. ¡Cierre la puerta!

El sacerdote vio por un lado cómo los dos perseguidores se aproximaban a grandes zancadas y estaban apenas a veinte metros, y, por el otro, la pistola que le apuntaba entre ceja y ceja. Cerró la puerta. Echó la tranca. Casi de inmediato, los zapatazos y los golpes de los perseguidores se precipitaron en la robusta madera.

—¡Abra! ¡Policía!

—¡Son falsos, se lo repito! No les haga caso. Pronto vendrán refuerzos, ya los avisé.

—¡Es un peligroso delincuente, padre! ¡Abra la puerta! ¡Por su propia seguridad!

Le pareció que, en efecto, su propia seguridad estaba en “entredicho”.

—Ni se le ocurra —le advirtió el otro.

—¡Si abre, aún tendrá una oportunidad! ¡Si lo toma como rehén, ninguna!

—No los crea, todo lo que dicen es mentira. Intentan lincharme porque les he pillado con las manos en la masa. Los refuerzos no tardarán en llegar. Pronto escuchará las sirenas, ya lo verá. Y cuando lleguen, todo esto será historia.

—¡No deje que le convenza, padre! ¡Es astuto e intentará embaucarle! ¡Abra la puerta, se lo repito! ¡Es su mejor opción!

—Si lo intenta siquiera, es hombre muerto. La defensa propia de un policía en el cumplimiento del deber es sagrada.

Sí, en el deber y en las cosas sagradas estaba pensando, justamente. Dudaba de que le disparara si fuera un verdadero policía. Nunca tendría justificación una cosa así. Pero cómo someterlo a prueba.

—¡Abra la puerta! ¡Abra la puerta ahora mismo o nos veremos obligados a hacerlo por la fuerza!

Y batieron en las tablas con toda la violencia que pudieron.

—¡Trata de ganar tiempo, padre! —gritaba la segunda voz— ¡Convertirle en su rehén! ¡Sabe que no tiene posibilidad de escapar!

—Se están poniendo nerviosos. El tiempo juega en su contra. Pronto llegarán los refuerzos y estarán vendidos. No los escuche.

Pero los refuerzos no llegaban.

—Escúchame, hijo. Seas lo que seas —le dijo al intruso—, baja ese chisme.

El hombre obedeció y relajó el gesto, descansando los brazos a lo largo de los costados.

—Tanto si eres lo uno como lo otro, creo que tienes una oportunidad de escapar.

—¿Oportunidad? ¿Cuál?

—Salir al otro lado de la avenida por la puerta de la sacristía.

—¿Está abierta? —preguntó con evidente alarma.

—Creo —dijo, mintiendo con toda la fe que pudo— que sí.

El hombre se giró con preocupación hacia el otro extremo del templo. Él párroco aprovechó para levantar el tranco de un golpe. El intruso se volvió para dispararle pero la puerta de servicio del zaguán se abrió con tal violencia que lo aplastó detrás y una lluvia de disparos comenzó a entrar por ella al mismo tiempo que otros salían. El individuo huyó hacia el altar, pero al llegar al crucero giró hacia la derecha y se parapetó tras el muro. Los de afuera entraron y se situaron tras las columnas del coro. Desde allí, comenzaron a hostigar al otro, y el otro, desde su rincón, asomando solo el arma, les intentaba acertar a ellos. Los chiflidos de las balas rebotando en la piedra, atravesando cristales y escayolas, se le clavaban en el alma pero él lo primero que pensó fue en poner a salvo el cuerpo, de modo que salió por la propia puerta en cuanto tuvo ocasión.

A aquella altura ya habían llegado los refuerzos, los coches patrulla ululando desesperados, cercando la iglesia; toda la parafernalia de una operación de ese tipo, que él ya contempló desde una prudente lejanía, junto a un grupo de curiosos. Habían llegado y puesto fin a aquel infierno.

—¿Está bien, padre? —le había preguntado un responsable, un hombre con el pelo cano, nada más terminar la refriega.

—Todo lo bien que se puede estar.

—Le felicito. Su comportamiento ha sido clave.

—¿Clave? —preguntó él, muy sorprendido.

—Sí. De no ser por su sangre fría no hubiéramos podido echar el guante a esos tres hijos de puta.

Luego añadió:

—Con perdón.

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